Isaías Romero estuvo a doce horas de la muerte, su cuerpo devastado por un coma diabético pendía de un hilo fino como la seda que envuelve las crisálidas, él no sabía que este episodio habría de encaminarlo hacia una pasión que lo hace vivir intensamente: la fotografía.
El ex presidente de la AMPES y actual director general de Consorcio DCP Ingenieria, había vivido un cuarto de siglo entre planos, concreto y combustibles. Diseñó y asesoró las primeras franquicias de PEMEX, levantó estaciones de servicio que cruzan las carreteras mexicanas como hitos de progreso.
Pero fue al borde de la extinción cuando su mirada, antes entrenada para el equilibrio de los volúmenes y los cálculos estructurales, se volcó hacia la otra arquitectura: la de la luz y la sombra, la del instante y la eternidad. Nació entonces el fotógrafo.
En entrevista con Energy21, Romero dice que antes de cada fotografía, dibuja. No por romanticismo, sino por método. En su mente traza con maestría lo que más tarde buscará con la lente.
Herencia de su paso por la Escuela de San Carlos, donde aprendió que la creación transforma la materia y que el arte puede salvar a las personas de la ignorancia. En esa institución convivió con escultores, grabadores y pintores, en una época donde pensó que podía ganarse la vida con los colores y las formas.

Puntos de encuentro
Pero la vida, sabia en sus desvíos, lo llevó primero a la arquitectura. En 1992, por azares del destino, un proyecto turístico en Tizayuca que incluía una estación de servicio de PEMEX lo introdujo al mundo energético.
Desde entonces, no solo diseñó gasolineras, sino que ayudó a definir estándares técnicos para PEMEX y colaboró con compañías como Texaco y Chevron. Sus construcciones, afirma, eran más que nodos de energía: eran puntos de encuentro, de comunidad.
Y sin embargo, la enfermedad lo hizo detenerse. Fue durante la pandemia por Covid que Romero, ya con su cuerpo lastimado y su alma en duelo por los amigos perdidos, se refugió en la naturaleza.
“Mientras el mundo se recluyó yo salí a los bosques, a los mares con una cámara en mano”, recuerda.

El mundo dentro de una cámara
La fotografía, que lo había acompañado como un susurro, se volvió entonces grito. Recorrió selvas, desiertos, lagos helados. Hizo a un lado las estaciones de servicio para buscar estaciones de luz.
Viajó al desierto de Atacama, donde convivió con corredores de ultramaratón y documentó sus hazañas bajo un cielo sembrado de estrellas. Presenció un sismo en medio de la arena, sintiendo cómo la tierra se movía como un mar dormido.
Estuvo en África, patrocinado por organismos de turismo para retratar la sabana y sus rinocerontes desprovistos de cuernos, mutilados para protegerlos del furtivismo, y convivió con los guerreros masái. En las noches, dormía en tiendas de campaña mientras leones rugían a metros de distancia.
También estuvo en el norte de Canadá, pescando sobre lagos helados donde antes el hielo medía metro y medio, pero ahora apenas alcanzaba 30 centímetros.
Vio osos polares famélicos, esqueletos blancos que alguna vez fueron poderosos.
En Chiapas, intentó capturar el vuelo del quetzal, y a cambio, estuvo cerca de perder algo más que una foto: la vida misma, al verse atrapado en territorios donde el crimen y el narcotráfico han desplazado a las comunidades indígenas.

No busco dinero, busco sentido
Isaías dice que la cámara se ha vuelto su puente entre el mundo construido y el natural, entre las ciudades que levantó con concreto y las selvas que le enseñaron a vivir otra vez.
Apoya causas sociales con su lente: sus fotos han sido parte de libros que financian proyectos como torres de niebla que condensan agua potable en Zongolica. También fotografía trajes tradicionales para costureras hidalguenses, combinando sus imágenes con inteligencia artificial para visibilizar su arte.
No vive de la fotografía, pero sí por ella. No colecciona cámaras para presumirlas, sino para usarlas. Su Nikon Z9 es su compañera de travesías, su aliada en la reconstrucción de una salud que ya no depende de insulina ni de medicamentos, sino del ritmo de sus pasos por senderos remotos.

Isaías ya no busca el éxito de los viejos tiempos. Ha aprendido, dice, que el tiempo se invierte mejor en un desayuno ligero con su familia que en una cena con clientes.
Que un auto de último modelo nunca valdrá lo que una imagen que despierte conciencia. Que el arte y la arquitectura pueden unirse para diseñar viviendas sostenibles de madera, como las que ahora construye con materiales traídos desde Canadá, uno de sus nuevos proyectos de emprendimiento con visión social.
En su mirada hay una serenidad nueva, una especie de reconciliación con el mundo. La fotografía no le ha dado dinero, dice. Le ha dado sentido.
“Si alguna vez te pierdes, sigue a la luz”, dice mientras recuerda la noche en que el león rugía afuera de su tienda.
Y él, que anduvo entre el aroma del combustible y las naves industriales, ha encontrado la calma en el disparo de una cámara.
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