El crecimiento económico de México sigue dando señales de agotamiento.
El Producto Interno Bruto (PIB) apenas creció 0.2% en el primer trimestre del año, mientras que la inflación repuntó a 4.2% anual en mayo, cortando la racha descendente que había dado algo de respiro a los bolsillos. Esta combinación de crecimiento raquítico y presión inflacionaria, empieza a configurar un escenario incómodo que muchos analistas ya califican como una desaceleración con riesgo de recesión.
La diferencia entre ambos términos es más que semántica. Una desaceleración es un enfriamiento paulatino de la economía, esperable tras ciclos de expansión o por ajustes en la política monetaria. Una recesión, en cambio, es una caída sostenida de la actividad económica, acompañada por pérdida de empleos, menor consumo e inversión, y, en los casos más severos, deterioro del bienestar. México aún no cruza ese umbral, pero cada vez camina más cerca.
Las señales son múltiples, pues el consumo privado se ha estancado, la inversión fija bruta no despega y los motores tradicionales, como las exportaciones manufactureras, enfrentan la desaceleración de Estados Unidos y la volatilidad global.
Además, las expectativas para todo 2025 se han revisado a la baja por sexta ocasión consecutiva. Citi México, por ejemplo, anticipa un crecimiento casi nulo, de 0.1%.
En este contexto, causó indignación el comentario del jefe de la Unidad de Planeación Económica de la Secretaría de Hacienda, Rodrigo Mariscal Paredes, quien aseguró que “los mexicanos tienen suficientes ahorros para enfrentar una recesión”.
Una declaración no solo desafortunada, sino desconectada de la realidad. En un país donde el 60% de la población vive al día, donde el ahorro formal es mínimo y la informalidad laboral alcanza al 55%, sugerir que las familias pueden sobrellevar una recesión desde el colchón financiero es, como mínimo, insensible.
México no está blindado frente a los riesgos, la política monetaria restrictiva del Banco de México aún no logra llevar la inflación al objetivo, lo que significa tasas altas por más tiempo. La inversión pública, aunque elevada en algunos rubros, no se ha traducido en una mejora general de la productividad. Y el nearshoring, esa promesa dorada del reacomodo industrial, aún no rinde frutos estructurales.
La pregunta es pertinente: ¿estamos ante una desaceleración o al borde de una recesión? Técnicamente, seguimos en el primer escenario, pero si no hay una reacción efectiva, que combine certidumbre, reglas claras para la inversión, política fiscal responsable y una narrativa económica honesta, podríamos cruzar la línea.
Más que optimismo retórico, el país necesita señales claras de que hay dirección, sensibilidad social y compromiso con la estabilidad. Lo contrario es correr el riesgo de perder no solo el crecimiento, sino la confianza. Y en economía, como en la vida, lo segundo suele ser más difícil de recuperar.
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