La reforma constitucional en materia de telecomunicaciones que presentó la Presidenta Claudia Sheinbaum en 2025 marca un viraje preocupante respecto al camino que México ha recorrido en la última década.
Más que una apuesta por fortalecer el ecosistema digital del país, se trata de una iniciativa regresiva que privilegia el control estatal sobre el beneficio del usuario, y que, de aprobarse, borraría de un plumazo los avances conquistados desde la histórica reforma de 2013.
Hace apenas 12 años, la reforma encabezada por el entonces presidente Enrique Peña Nieto, impulsada en buena medida por organismos ciudadanos y avalada por el consenso de diversos sectores, dio paso a un nuevo marco constitucional que combatió monopolios, redujo tarifas y fomentó la competencia.
El resultado tangible fue un ahorro estimado en más de 800 mil millones de pesos para los usuarios, según cifras del IFT. Por primera vez, millones de mexicanos accedieron a servicios de telefonía móvil e internet en condiciones más justas.
Pero hoy, en nombre de la “transformación digital”, la reforma propuesta por Sheinbaum amenaza con dinamitar esos logros. El desmantelamiento del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), un organismo autónomo que ha demostrado independencia técnica y capacidad de regulación, para sustituirlo por una Agencia de Transformación Digital, que estará a cargo de José Merino.
Más que fortalecer el ecosistema digital, la reforma busca someterlo a una lógica de control político. La autonomía del regulador es condición indispensable para garantizar imparcialidad en las decisiones que afectan a operadores y usuarios. Sustituir al IFT por una agencia a modo, que responde al Ejecutivo, es eliminar el contrapeso que impidió durante años los abusos de los gigantes del sector.
El artículo más alarmante de la propuesta es, sin duda, el 109, que faculta al gobierno a suspender o bloquear plataformas digitales bajo criterios ambiguos.
Este artículo no sólo es una puerta abierta a la censura, sino que representa un retroceso democrático mayúsculo en una era donde la libertad de expresión se ejerce, en gran medida, a través de medios digitales.
Paradójicamente, en un país donde más de 30 millones de personas aún carecen de conectividad adecuada, la reforma no busca ampliar el acceso a internet, sino restringir la oferta digital. En lugar de incentivar inversiones, reducir brechas y promover innovación, se quiere imponer una lógica de vigilancia y represión de contenidos incómodos.
Es cierto que la reforma está pausada por ahora, gracias a los foros de discusión que se realizan con expertos. Pero el verdadero debate se dará en el próximo periodo de sesiones. En ese contexto, resulta crucial que la sociedad civil, los académicos, los medios y los usuarios alcen la voz. No podemos permitir que en nombre del “progreso digital” se justifique un golpe técnico, político y ético a los derechos digitales, al pluralismo mediático y a la economía digital que con tanto esfuerzo hemos construido.
El futuro de las telecomunicaciones no puede decidirse entre líneas opacas ni bajo la sombra del autoritarismo. Lo que está en juego no es una política pública más: es el acceso mismo a la información, a la libertad y al desarrollo.
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