América Latina llega a la antesala de la COP30 hablando de adaptación como si fuera la gran respuesta al cambio climático. El discurso suena compasivo y políticamente correcto: proteger a los más vulnerables de los impactos extremos. Pero la insistencia en la adaptación se ha convertido en refugio y excusa para no transformar las matrices energéticas de la región. En lugar de atacar la raíz del problema —la dependencia fósil—, se elige administrar las consecuencias, prolongando una crisis que exige medidas mucho más radicales.
El mundo avanza y América Latina se queda corta. En 2024, el 30% de la electricidad global se generó con energías renovables, Europa alcanzó el 51% y Asia lideró con más de 320 gigavatios de nueva capacidad. Nuestra región cuenta con la mayor radiación solar del planeta y un enorme potencial eólico. Algunos países, como Brasil, Uruguay o Costa Rica, han capitalizado ese recurso y hoy superan el 60% de generación renovable, gracias sobre todo a su fuerte base hidroeléctrica. Sin embargo, el panorama no es homogéneo: mientras unos avanzan, otros siguen apostando por la falsa seguridad de los hidrocarburos.
México es el frijol en el arroz. Apenas el 22% de su electricidad se produjo con renovables en 2024, frente al promedio regional de 62%. Más de la mitad provino de gas importado de Estados Unidos, lo que lo hace vulnerable y dependiente. La meta de 35% de generación limpia para 2024 se quedó en el papel. El país ocupa el lugar 46 en el Índice de Transición Energética, muy por debajo de Chile (34) y Colombia (29). Sus discursos en foros internacionales proyectan liderazgo, pero los datos lo exhiben como rezagado y contradictorio.
La diplomacia climática mexicana es una cortina de humo. Desde la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT), Alicia Bárcena ha desplegado un activismo internacional que responde también a un secreto a voces: su ambición de postularse como secretaria general de la ONU. Ese afán de proyección multilateral privilegia la construcción de consensos sobre la transformación real de la política energética. Mucho discurso, poca acción. México es el mayor emisor de CO₂ de América Latina y, al mismo tiempo, uno de los más rezagados en energías limpias.
Brasil tampoco escapa a la contradicción. A semanas de ser anfitrión de la COP30 en Belém, anunció la ampliación de la extracción petrolera. Difícil conciliar esa apuesta con el liderazgo climático que pretende ejercer. Sin embargo, el contraste con otros países de la región es claro: Chile y Colombia han acelerado su integración de renovables, superando el 30% de participación limpia en su matriz eléctrica, mientras Argentina, pese a sus dificultades económicas, también avanza con proyectos solares y eólicos. La diferencia no está en los recursos, sino en la voluntad política.
La inacción cuesta cara. Alcanzar 45% de energía limpia en México para 2030 evitaría importaciones de gas por mil 600 millones de dólares al año. La instalación de 36 gigavatios solares y 10 eólicos en apenas 5 años podría generar más de 400 mil empleos directos. No actuar significa perder competitividad, seguridad energética y la posibilidad de insertarse en las nuevas cadenas globales de valor que privilegian las energías limpias. Cada año de retraso es un año perdido en inversión, innovación y empleo.
La crítica brilla por su ausencia. La sociedad civil se ha acomodado a la narrativa oficial. Tras haber enfrentado un clima de hostilidad en el pasado, hoy su cercanía con el Gobierno parece explicar un silencio que debilita la independencia crítica que tanto se necesita. Sin voces disidentes, el consenso se convierte en aplauso vacío y la transición se posterga una y otra vez.
La COP30 es la cita más importante desde el Acuerdo de París y no admite discursos vacíos. América Latina debe abandonar la retórica de la adaptación y comprometerse con una revolución renovable. Mientras países de la región avanzan en la adopción de energías limpias, México sigue siendo el frijol en el arroz: farol de la calle y oscuridad en su propia casa. Y la historia juzgará con dureza a quienes, pudiendo acelerar la transición, optaron por esconder su inacción tras la diplomacia climática.
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