
La COP30 dejó en evidencia el mayor vacío político de nuestra era climática: ningún país quiere asumir el liderazgo de la agenda que realmente importa para estabilizar el clima—la reducción y eliminación progresiva de los combustibles fósiles. Tras 2 semanas de negociaciones, las delegaciones evitaron nuevamente compromisos explícitos sobre “phase down” o “phase out” del petróleo, gas y carbón. La ciencia es inequívoca, pero la política sigue atrapada en inercias económicas que alejan al mundo de la trayectoria compatible con 1.5 °C.
México refleja con claridad estas tensiones globales. En la contribución nacionalmente determinada, NDC, 3.0, el país presentó metas más ambiciosas en energías limpias y en electromovilidad. Son pasos importantes, pero insuficientes ante la magnitud del reto.
El punto crítico es la ausencia de una estrategia para abordar el corazón del problema: la producción y el uso de combustibles fósiles, en particular el papel de PEMEX. Igual que ocurrió en la COP30, México avanza en lo que es políticamente menos costoso, pero evita definir cómo y cuándo reducirá su dependencia del petróleo y del gas.
La nueva NDC establece reducciones de intensidad de emisiones —61% en exploración y producción, 40% en refinerías y 30% en metano, además de eliminar la quema rutinaria de gas — pero omite compromisos vinculados a reducir emisiones absolutas o a limitar la extracción de hidrocarburos. Tampoco menciona una trayectoria de disminución de la refinación ni la eliminación gradual de la exploración.
A ello se suma una omisión sustantiva: los subsidios a los combustibles fósiles. México destina cada año miles de millones de pesos a mantener artificialmente bajos los precios de gasolinas y diésel, una política que incentiva la demanda, presiona las finanzas públicas y distorsiona las señales económicas necesarias para acelerar la electrificación del transporte y el cambio tecnológico.
El contraste se agrava al revisar el plan estratégico de Pemex. Aunque la NDC lo presenta como “alineado” con los esfuerzos climáticos, la empresa proyecta mantener una producción cercana a 1.8 millones de barriles diarios hacia 2030, incrementar la refinación e incorporar nuevas reservas. Este enfoque prolonga la dependencia fósil en un momento en que la ciencia advierte la necesidad de su declive.
La “trampa de la intensidad” permite que PEMEX reduzca las emisiones por barril sin disminuir el volumen total producido. Es técnicamente correcto, pero climáticamente insuficiente. La eficiencia no sustituye la reducción estructural.
Lo ocurrido en la COP30 confirma que México no está solo en esta paradoja: la mayoría de los países evita tomar decisiones difíciles sobre el fin de la era fósil. Pero también revela que la ventana para posponer esas decisiones se está cerrando rápidamente. Sin una estrategia explícita para reducir la extracción y el consumo de combustibles fósiles, ninguna NDC—por ambiciosa que parezca—puede alinearse con la trayectoria requerida.
La transición energética exige algo más que metas sectoriales: requiere coherencia fiscal, señales económicas claras y una hoja de ruta verificable para la disminución de la dependencia de los combustibles fósiles. México tiene avances en capacidad renovable y en movilidad eléctrica, pero su política petrolera y de subsidios sigue apuntando en la dirección opuesta.
Corregir esta asimetría será determinante. De lo contrario, la NDC 3.0 seguirá siendo un documento valioso, pero insuficiente para superar la inercia del sistema energético fósil mexicano y cumplir con la responsabilidad climática que exige esta década.





